Si hay una obra icónica de Miguel Ángel Buonarroti ésa es sin duda el techo de la Capilla Sixtina. Y dentro de ella el momento de La creación de Adán. El artista florentino, apasionado admirador de la anatomía masculina, aprovechó el relato bíblico para hacer un manifiesto pictórico de lo que él entendía por perfección humana. Frustrado como escultor al no poder llevar a cabo el proyecto inicial de la tumba de Julio II, Miguel Ángel puso en imágenes todo aquello que no pudo hacer en mármol. Así, los ignudi que decoran el techo no son sino los esclavos que debían flanquear a las esculturas principales en la citada tumba.
Volviendo al fresco que nos ocupa, el genio de Florencia centra toda su atención en el cuerpo del hombre. Dios ya ha creado todo lo demás y ahora nos presenta a su máxima creación, la más perfecta, la que se asemeja a Él. Por esa razón no nos lo presenta en el entorno florido del jardín del Edén que podría dejar en segundo plano a Adán, sino que lo recuesta en un páramo en el que el verde y el azul son los únicos colores que nos van a indicar la tierra y el cielo.
Adán se muestra indolente, como sin fuerzas, y a punto de recibir la chispa que lo dotará de alma. Su brazo extendido termina en una mano cuyos dedos apenas se levantan, pero eso no es obstáculo para que muestre una musculatura muy poderosa. Dios Padre, por su parte, posee toda la energía dadora de vida, que se concentra en su brazo derecho, y se ve envuelto por un conjunto de seres angélicos que sostienen su peso, posiblemente porque también ha perdido algo de fuerza tras varios días creando el mundo. Entre esos seres podemos vislumbrar una figura femenina, quizás una proto Eva o más bien Lilith, la primera mujer.